Hace poco, viajando por el Archipiélago de La Sociedad (Polinesia francesa) tuve la oportunidad de visitar el un tanto decepcionante Museo Paul Gauguin (en Tahití, isla principal del Archipiélago), dedicado al gran pintor, que vivió en distintas islas de los mares del sur, sitio donde murió. Y digo decepcionante porque no tenían obra original sino unos pocos grabados y rudas xilografías, como las que ilustran su libro Noa Noa.
Lo que sí resultó interesante fue seguir el periplo vital y artístico de este personaje del siglo XIX: el artista maldito por excelencia, transgresor e individualista, incapaz de separar vida y obra, incapaz de hacer concesiones, sufriente y hedonista. Su historia es una historia que incluye permanentemente placer y muerte, y nuestro protagonista se describía así: Soy un salvaje, un lobo sin collar en el bosque.
Paul Gauguin nació en París, o más bien ahí inicia su viaje, en 1848. Su madre era una peruana de origen español, hija de la célebre escritora revolucionaria Flora Tristán. Su padre era un importante periodista que por cuestiones políticas tuvo que huir del país.
Así, en la época en que Paul Gauguin cumple un año de edad toda la familia parte hacia Perú, aunque trágicamente el padre muere en el viaje. En ese país viven muy bien durante seis años, pero una serie de revueltas políticas hacen decidir a la madre el regreso a Francia.
El Cristo Amarillo 1889 Galería Albrigt-knox, Búfalo
En Orleáns viven precariamente, y cuando Paul cumple 17 años, después de no ser admitido en la Escuela Naval, decide alistarse en la marina mercante. Prácticamente da la vuelta al mundo, y cumple su servicio militar en un acorazado que navega hasta el Círculo Polar, y participa en la guerra franco-prusiana, hasta su licencia en 1871.
Con 23 años de edad se instala en París. Hasta ese momento Paul Gauguin no ha tenido contacto alguno con el mundo del arte.
En la capital francesa cuenta con la amistad y el apoyo de un reconocido fotógrafo y coleccionista de pintura “moderna”, Gustavo Arosa, que le consigue un trabajo en una casa de cambio que operaba en la bolsa de valores. Por fin la suerte parece sonreír al joven Gauguin que trata de hacerse un lugar en el mundo. Le va muy bien, tan bien que se casa con Mette Gad, una joven danesa; gana dinero y lee mucho, y también empieza a frecuentar a escritores y artistas, compra obras de pintores impresionistas y finalmente él mismo empieza a pintar, ayudado por maestros ocasionales. Parece ser el hobby de un incipiente e ilusionado yuppie decimonónico, que muy pronto, y de nuevo, chocará de frente con la realidad.
Nevermore 1897 Instituto courtauld, Londres
En 1882 la bolsa sufre una grave crisis y Gauguin pierde mucho dinero, la empresa quiebra y como consecuencia también desaparece su empleo. El golpe es muy duro, terrible, apenas le había dado tiempo de adaptarse a una vida sosegada. Pasan los meses y Gauguin no consigue ningún trabajo, eso no merma su esfuerzo pictórico, que lo mueve a intentar vivir del arte, pero no será nada fácil. Participa en muchas de las exposiciones de los impresionistas, él mismo se considerará uno de ellos. Hace especial amistad con Pisarro, el gran pintor que en ese momento está en plena madurez, también conoce a Cezánne y a Degas, quienes serán definitivas influencias para el incipiente artista.
En la exposición impresionista de 1880 presenta un desnudo que causa admiración, la crítica pone por primera vez los ojos en él. Nada menos que Huysmans dice que: tiene un indiscutible temperamento de pintor moderno.
De todos modos, la penuria económica lo obliga a trasladarse a Rouan, en la provincia francesa, donde la vida es más barata que en París. Pero es inútil, no puede mantener a los suyos, y su esposa se lleva a sus hijos con su familia a Copenhague.
Ni siquiera viviendo solo podrá valerse, y pronto se reúne con ellos y toma un empleo de vendedor de telas impermeables. De nuevo algo no funciona, en realidad nada le sale bien excepto la pintura, ahí sí puede evolucionar a gran velocidad. Reflexiona mucho sobre su pintura, sus contenidos y sus alcances. No copiéis demasiado la naturaleza, el arte es una abstracción: sacadla de la naturaleza, soñando ante ella, y pensad más en la creación que en el resultado. Diecinueve telas de esta época participan en 1886 en la última exhibición del grupo impresionista como tal. Ese año triunfa Seurat con el puntillismo característico de su famoso cuadro Un domingo en la tarde en la Gran Jatte. Pero Gauguin no es tan racional y, aunque se engloba en ese concepto más bien posimpresionista, sus obras rezuman más emoción que cálculo y más armonía que orden.
El artista debe trazarse su propio camino. Tratando de ahorrar se va solo a Port Aven, un pueblecito en la Bretaña francesa. Al poco tiempo, cargado de cuadros, regresa a París y de nuevo fracasa. Con su amigo Laval se embarca hacia Panamá, quiere llegar a la Isla de Taboga, donde un familiar tiene un pequeño negocio. No le puede ir peor, acaba empuñando una pala en las obras del canal. Enfermo de disentería y malaria logra escapar a otra isla, Martinica, donde trabaja febrilmente. El dibujo se vuelve más lineal, el color antinaturalista, la imaginación es más importante que la realidad, no se trata de representar sino de presentar la obra de arte como naturaleza misma.
Cercados de los cerdos, 1889 Legat Frau H. Hausammann
Gauguin regresa de nuevo a París, de ahí a Port Aven y luego a Arlés. Es invitado por Vincent van Gogh, a quien había conocido recientemente, y el hermano de éste, Theo, se había quedado con unos cuadros del artista para ponerlos a la venta en su galería. Ambos rinden una profunda admiración a Gauguin, quien a esas alturas ya es todo un personaje. La lectura de Rarebu o el matrimonio de Loti (de Pierre Loti), ambientado en la exótica Polinesia, le sugiere una nueva escapada, una nueva huida hacia delante.
En Arlés, junto a Emile Bernard y Van Gogh, funda el Taller del Sur, que luego será el Taller de los Trópicos, otra señal del viaje, una constante en nuestro artista hasta su última aventura. La relación con Van Gogh resulta muy difícil, hay entre ellos una especie de duelo de pintores. Aunque Van Gogh es más joven ya trabaja con furiosos trazos, arabescos y colores puros. Gauguin se radicaliza entonces en la abstracción. Las influencias entre ambos, y las discusiones, son continuas. Trabajan juntos, muchas veces con los mismos motivos, hasta que todo estalla. Van Gogh enloquece y, aparentemente, despierta a Gauguin amenazándolo con un cuchillo. Luego vendrá la historia de la oreja cortada que el pintor holandés regala a la madame de un burdel local. Gauguin escapa precipitadamente y Van Gogh va a dar a un sanatorio mental, nunca se volverán a ver, Van Gogh se suicida dos años después.
En París visita la Exposición Universal que inaugura la torre Eiffel, la cual le parece admirable. Aunque nos resulte extraño, en esa época a la mayoría le parecía una cosa aberrante. A Gauguin le atraen sobremanera las diferentes muestras de arte del mundo colonial francés, el exotismo lo llama irremediablemente. En la histórica feria impera todavía el arte más académico, allí ni los impresionistas entran. Logra participar en una exposición en el Café Volpini, con muchos de sus compañeros, se consideran impresionistas-sintetistas, pero nadie les hace el menor caso.
En esa época está más en sintonía con escritores que con pintores, especialmente con los simbolistas; hace amistad con Mallarmé y Odilón Redon, que lo consideran un “hombre genial”, Aurier no duda en calificarlo de “sublime visionario”. Todos estos parabienes le dan una energía extra que lo reconforta, pocas veces en su vida recibirá apoyo y seguridad, tal vez él tampoco lo busca: He querido luchar contra todas las ideas preconcebidas que en cualquier época se elevan a dogmas, y que desvían no sólo a los pintores, sino también al público de los aficionados a la pintura. ¿Cuándo entenderán finalmente los hombres la palabra “libertad”?, escribía en su diario. Ahora resulta una especie de santón de una religión pagana, tan erótica como esotérica, y su pintura refleja lo profano con lo más venerable. Numerosos elementos simbólicos aparecen en sus cuadros y rompe cada vez más con la representación de la realidad, la sustituye con un idealismo neoplatónico, las ideas no como imposible sino como tarea, el arte es subjetivo y es sagrado. La composición y el color de sus cuadros se enriquecen mientras no deja de soñar con paraísos lejanos, selvas lujuriosas como debía de ser el jardín del Edén, no contaminado por la nefasta civilización. Este será el inicio de su huida definitiva.
Mujeres en el jardín del hospital de Arlés, Instituto de Arte de Chicago
Se decide por Tahití, una de las más de cien islas que componen el Archipiélago de la Polinesia francesa. De nuevo hace sus maletas y se embarca, el 4 de abril de 1891, en un largo viaje. Va contento porque ha obtenido del gobierno una misión cultural, un tanto sui generis: “Fijar el carácter y la luz de la región”. También lleva algo de dinero producto de la venta de sus obras a sus amigos, celebrada en el Hotel Drouot y seguida de un gran banquete. Al llegar a Tahití es muy bien recibido por las autoridades coloniales, e incluso conoce al rey de la isla, Pomaré, quien muere ese mismo año. Pero enseguida se da cuenta de que la civilización también ha llegado hasta ahí, la corrupción y el materialismo prosperan sobre la cultura local reprimida eficazmente por el clero católico.
Arerea, 1898 Museo de Orsay, Paris
Gauguin se decepciona, lo miran mal, como a un bicho raro. Económicamente le va pésimo y, hastiado de las manías pequeño-burguesas, se moviliza hacia el interior del Archipiélago, donde no haya presencia de occidentales. Allí, en el mundo secreto de los indígenas, de la auténtica cultura maorí, preservada todavía de la contaminación del progreso, es feliz. Se interesa por sus costumbres y su arte, y también desde luego por sus mujeres. Aprende el idioma y toma a una joven como compañera, quien le dará varios hijos. Esos salvajes, estos ignorantes, me han enseñado a mí, el hombre de una vieja cultura, tantas cosas en el arte de vivir y ser feliz. Parece que ha encontrado su lugar por fin, un lugar donde subsistir y poder pintar, sin freno. Pero para Gauguin nunca nada será fácil, nada vendrá dado, su naturaleza es la del conflicto.
Los enfrentamientos con las autoridades coloniales, tanto administrativas como religiosas, se multiplican, la rígida moral y las cortas miras son un muro contra el que choca cada vez con más frecuencia. Se trasladará de una isla a otra alejándose lo más posible de la aplanadora de la influencia occidental que, sin pausa, van demoliendo la cultura aborigen, una tradición tanto religiosa como artística muy sofisticada adaptada a la perfección al medio. Cientos de islas volcánicas o coralíferas, en un mar inmenso que comparten un pasado extraordinario condenado a desaparecer, que ya desapareció. Gauguin aboga por la causa indígena, por un lado harto de la civilización reducida para él a intereses prosaicos, pero por el otro por la misma inspiración que le provocan estos idealizados “buenos salvajes”. Ellos, y especialmente ellas, serán los protagonistas absolutos de la obra de Gauguin, que con plena madurez plástica trabaja contra viento y marea.
Después de un tiempo, y con una buena colección de pinturas y grabados terminados, decide volver a probar suerte en la ciudad luz. Consigue ser repatriado y se embarca lleno de ilusiones convencido de la buena acogida que le van a dispensar sus crecientes seguidores.
Autorretrato con aureola, 1889 Galeria nacional de artes de Washington
En 1893 llega a Marsella, con cuatro francos, pero insospechadamente tiene un golpe de suerte: un tío suyo le hereda 10 mil francos, justo el dinero que necesita para organizar una gran exposición que causará mucho revuelo pero muy pocas ventas. Está en la ruina nuevamente y con grandes esfuerzos visita a su familia en Copenhague. Todavía logra organizar otra muestra en el Hotel Drouot, pero con los mismos, pésimos, resultados. Lo cuadros llaman la atención pero no convencen, son demasiado extraños para el gusto burgués de la época. Una vez más decide volver a los mares del sur, pero un poco antes en Bretaña se pelea con unos marineros y se fractura el tobillo. Desde entonces una molesta cojera será una característica más del formidable Paul Gauguin, alto, desgarbado y feo, pero de figura magnética. En el verano de 1895 zarpa de Marsella para no regresar nunca más.
Una vez en Tahití se inicia para el artista la época más penosa de su vida, un verdadero calvario hasta el final de sus días, en que la miseria y la enfermedad son las únicas constantes. Aunque nada de eso parece afectar a la obra siempre magnífica, siempre libre y evocadora.
Subsiste como puede, y a veces duda en regresar a Francia de nuevo. En una carta su fiel amigo Daniel de Monfreid trata de convencerlo de lo contrario: No debes volver. Ahora gozas de la inmunidad de la gran muerte... Has pasado a la historia del arte. Mientras, el artista se va deteriorando. A finales de 1897, destruido física y psíquicamente, acaba de enterarse de la muerte de su hija Aline, no puede pintar, y trata de suicidarse con arsénico. Pero la dosis es tan alta que vomita y sobrevive, ni para eso la suerte lo acompaña.
Afortunadamente, sus amigos en París han movido la obra que va ganando aficionados. Las pinturas extrañas de un artista indomable activan desde miles de kilómetros de distancia el interés de la intelectualidad decimonónica francesa. Algunos coleccionistas serios empiezan a comprar sus cuadros, el famoso galerista Vollard le ofrece un contrato. Los recursos empiezan a fluir y puede ocuparse de la Pintura. No cesa de trabajar, las obras se van acumulando en su estudio al aire libre. Mediante la disposición de líneas y colores, con el pretexto de un tema cualquiera tomado de la vida o de la naturaleza, obtengo sinfonías, armonías que no representan nada absolutamente real en el sentido vulgar de la palabra, que no expresan directamente ninguna idea, pero que deben hacer pensar como hace pensar la música.
Poniendo mar de por medio con las autoridades se traslada en 1901 a la isla de Hiva-Hoa, en el Archipiélago de Las Marquesas, donde la vida es todavía más rústica y barata. Pero allí el conflicto con las autoridades se reproducirá de la misma forma. Sufre acoso del obispo y de la gendarmería local, no pueden soportar sus ideas ni su forma de vida, lo encierran tres meses por apoyar la cultura maorí y sus ocultos ritos ancestrales, se mencionan orgías de embriaguez y sexo, prácticas caníbales, etcétera. En enero de 1903 un terrible ciclón se abate sobre Las Marquesas, milagrosamente el estudio de Gauguin no sufre daños, pero cuatro meses después el artista muere, inflamado, lleno de llagas, enloquecido por la fiebre, abandonado. Tenía 55 años. Sus pocas propiedades se subastan rápido y públicamente, 40 centavos por la paleta, los cuadros son liquidados como mobiliario, lo que queda es pasto de las llamas, no se fuera a contagiar su “perversidad”.
A finales del año pasado Sotheby´s, de New York, puso a la venta una obra de Gauguin (Maternidad, 1899), que posiblemente representa a Pahura, la última “esposa” maorí del pintor, cuando acababa de dar a luz a su hijo Emile. Esta pequeña tela se vendió en más de 39 millones de dólares y es su récord hasta el momento, que la sitúa entre los 20 cuadros más caros de la historia. Qué paradoja.