Durante décadas, Londres fue sinónimo de contaminación: Su “gran smog” de 1952 causó miles de muertes y dejó una huella imborrable en la memoria colectiva.
El cambio no ha sido producto del azar. Bajo el liderazgo del alcalde Sadiq Khan, la ciudad ha implementado una serie de políticas públicas ambiciosas, sustentadas en datos y participación ciudadana. El despliegue de más de 400 sensores de calidad del aire en hospitales, escuelas e instituciones culturales –así como en 60 grupos comunitarios distribuidos en 24 distritos– ha permitido a las autoridades y a los propios habitantes conocer, intervenir y proteger el entorno que respiran.
También la transformación ha sido estructural: Londres cuenta ahora con la Zona de Aire Limpio (Ultra Low Emission Zone, ULEZ) más grande del mundo, una flota de autobuses eléctricos sin comparación en Europa y una red de ciclovías que cuadruplicó su tamaño. Estas acciones han reducido de manera significativa las emisiones y han mejorado la calidad de vida de los londinenses.
Este éxito local ha tenido eco global. Khan, como copresidente de C40 Cities, impulsó la expansión de Breathe Cities, junto con Bloomberg Philanthropies y el Fondo para el Aire Limpio. Hoy, esta iniciativa llega a 14 grandes urbes en cinco continentes –de Río de Janeiro a Yakarta, de Nairobi a Accra– con la meta de reducir en un 30% la contaminación atmosférica para 2030. En África, por ejemplo, la instalación de más de 100 sensores ha permitido a los gobiernos municipales generar políticas con base científica y a las comunidades, defender activamente su salud.
El mensaje de Londres es claro: Con voluntad política, datos precisos y acción coordinada, las ciudades pueden –y deben– liderar la transición hacia un futuro más saludable, sostenible y justo. El aire limpio ya no es un lujo: Es una necesidad urgente y alcanzable.